Este relato es mi contribución a la Antología de Cotorras Lectoras, un grupo de buenas amigas y excelentes lectoras. No os podéis perder su blog http://cotorraslectoras.blogspot.com.es/
Celebrar San Valentín era una tontería, lo había repetido mil veces. Todo era una maniobra de los grandes almacenes para vender miles de cosas inútiles y tontas a precios desorbitados. Una celebración vacía y superficial.
Quien le viera correr sorteando a los demás pasajeros pensaría que no era él, o igual si lo reconocía pensaría que necesitaba ir al baño y por eso tenía tantas prisas.Porque nadie, estaba seguro de ello, podía imaginar que la única razón que tenía para haber comprado un billete hacía un mes para el mismo día catorce de febrero era que estaba enamorado.
No se atrevía a pronunciar la palabra maldita en voz alta ni cuando estaba solo. Por supuesto no había pronunciado las dos palabras que hacían que expusieras tu corazón a otra persona.
Nada de eso.
Él seguía con su imagen de hombre duro, fuerte e independiente, que corría por los aeropuertos cargando con una maleta ligera mientras hablaba por su teléfono móvil de última generación para evitar que nadie le interrumpiera.
Ese era él. Así que verlo correr por la terminal de vuelos internacionales directo a una de las salidas donde esperaban los taxis, dando grandes zancadas con sus deportivas modelo personalizado y sin llevar las eternas gafas de sol que lo protegían de los molestos flases era todo un acontecimiento.
Algo llamó su atención antes de que llegase a alcanzar la salida. Junto una de las puertas de cristal había un hombre de mediana edad con un gran ramo de flores de colores rosados y una mujer dio un gritito al descubrirlo. Se fundieron en un abrazo que hizo que las flores se espachurraran un poco y cuando se separaron los ojos de ella brillaban cargados de lágrimas de emoción.
Él no llevaba nada.
¿Cómo no se le había ocurrido? Después de la ocurrencia de comprar el billete, de ocultarlo durante esas semanas, de aguantar los comentarios primero desilusionados, luego cargados de un vago y sordo reproche en los que se hacía notar que no iba a estar el día catorce, después de soportar todo eso, llegaba con las manos vacías.
Unos chicos le dieron un empujón murmurando algo sobre los idiotas que se quedaban parados en medio de la nada.
Mierda. No llevaba nada. No había pensado en ello. Había estado trabajando sin parar, dejando listas las grabaciones, adelantando el trabajo para la siguiente semana, cerrando reuniones, todo con la máxima discreción posible, fingiendo que era una casualidad que no fuera a estar justo ese fin de semana.
Tardó unos minutos en decidir que ya no podía hacer nada, era inútil lamentarse. Lo único que estaba consiguiendo era retrasarse cada vez más. Sus planes de una cena se habían ido al traste con el retraso del avión, pero al menos llegaría para dormir en casa a su lado, aunque técnicamente ya no fuera día catorce no importaba ¿verdad?
Miró su teléfono móvil.
Las doce y veinte de la noche.
Salió de la terminal y montó en el primer taxi libre que había esperando, no quería perder más tiempo.
El conductor le miró varias veces por el espejo retrovisor, estaba claro que le había reconocido, pero no hizo ninguna pregunta y le llevó a su destino animando el trayecto con una emisora de radio deportiva.
Se encontraba cansado. Estaba deseando llegar a casa y darse una ducha, quitarse los nervios que le estaban matando desde que se había levantado a las seis de la mañana. Había fingido estar muy ocupado todo el día para no hablar por teléfono, sabía que no sería capaz de guardar el secreto más tiempo cogía una de sus llamadas así que solo se habían comunicado por mensajes. Los últimos eran fríos y cortos.
No se habían visto desde diciembre, después de pasar la Navidad juntos él había cogido un vuelo y no había regresado. Aunque hablaban por teléfono cada día y por video conferencia varias veces a la semana se echaban de menos. Desde que se conocieron no se habían separado ni una noche, así de fuerte había sido el flechazo. Estaba siendo una dura prueba para su relación y ni uno de sus amigos había apostado porque durarían separados más de un mes, ni siquiera su madre, que siempre ejercía de su abogada, había estado de su parte esta vez. Pero él era cabezota y quería demostrar a todos que esta vez iba en serio. Sobre todo quería demostrárselo a sí mismo. Iba a luchar por esta relación y este año iba a pasar rápido.
A veces sentía que se le abría el pecho al escuchar su voz triste y cansada por las noches, al ver sus ojeras, al escuchar esas mentiras que le salían tan mal, porque él sabía que no era verdad que todo iba bien y que salía a divertirse. Sus amigos le habían confirmado que los fines de semana los pasaba en casa y que había dejado el gimnasio.
De todo eso tendrían tiempo para hablar esos días, tenía que conseguir su firme promesa de que iba a cuidarse y a salir de vez en cuando. Porque aunque él se muriera de celos al pensar que cualquier idiota podía acercarse y tratar de quitarle el puesto y él no podría hacer nada, estaba claro que tenía que tragarse su amargura y su mala leche y hacer de tripas corazón. No era justo que se quedara encerrado mientras él estaba a kilómetros de distancia por voluntad propia. Podía haber elegido quedarse en España y ganar menos dinero, su madre se lo había dicho bien claro cuando él trató de defenderse diciendo que era una gran oportunidad, él había querido correr el riesgo.
Dio unos billetes al taxista y le dejó las vueltas de propina.
Antes de abrir el portal tomó aire un par de veces y ocultó la sonrisa boba que se le escapaba.
Esto era una sorpresa.
Era la primera vez en su vida que hacía algo así y estaba nervioso como un adolescente.
El portero le saludó sorprendido, pero se comportó como todo un profesional y fingió que era normal que él estuviera allí en medio de la noche.
Cogió el ascensor que le llevaba a su ático. Habían comprado esa casa hacía unos meses, justo cuando él aceptó la oferta de trabajo en Nueva York. Era su forma de expresar el compromiso firme de volver, de no perderse por esos mundos y regresar a su hogar.
Cerró los ojos un segundo y musitó su nombre solo para escucharlo. En lugar de abrir con su llave tocó el timbre y esperó paciente.
No escuchó nada.
Pasó la mano por su cabello cortado casi al cero para ocultar su incipiente calvicie y suspiró mientras volvía a pulsar con más insistencia. Entonces escuchó los pasos.
—Llego un poco tarde —soltó en cuanto la puerta estuvo abierta.
Le miró con los ojos todavía cargados de sueño. Tenía el cabello revuelto y llevaba aquel pijama de cuadros que tenía demasiado tiempo y estaba descalzo.
—Feliz San Valentín —dijo, esperando paciente a que se despertara por completo.
—Has venido —murmuró, y entonces hizo lo último que él había esperado: se echó a reír. A carcajadas sonoras y amplias.
—Te quiero —dijo cuando consiguió reprimir ese ataque mezcla de nervios, sorpresa e incredulidad; y él sintió que todo aquel esfuerzo había valido la pena y que cogería diez aviones o los que fueran necesarios para volver una y otra vez. Le quería. Su mundo era perfecto y podía por fin respirar tranquilo esa noche, porque iba a dormir junto a la única persona que había conquistado su corazón.
PRUEBA DE AMOR
No le gustaban los aeropuertos, nunca le habían gustado. Demasiada gente y demasiado estrés. El vuelo se había retrasado cinco horas y no llegaría a la cena. Eso era horrible. Pero el aeropuerto estaba vacío y podía caminar todo lo rápido posible sin que nadie le molestara. Eso era perfecto.Celebrar San Valentín era una tontería, lo había repetido mil veces. Todo era una maniobra de los grandes almacenes para vender miles de cosas inútiles y tontas a precios desorbitados. Una celebración vacía y superficial.
Quien le viera correr sorteando a los demás pasajeros pensaría que no era él, o igual si lo reconocía pensaría que necesitaba ir al baño y por eso tenía tantas prisas.Porque nadie, estaba seguro de ello, podía imaginar que la única razón que tenía para haber comprado un billete hacía un mes para el mismo día catorce de febrero era que estaba enamorado.
No se atrevía a pronunciar la palabra maldita en voz alta ni cuando estaba solo. Por supuesto no había pronunciado las dos palabras que hacían que expusieras tu corazón a otra persona.
Nada de eso.
Él seguía con su imagen de hombre duro, fuerte e independiente, que corría por los aeropuertos cargando con una maleta ligera mientras hablaba por su teléfono móvil de última generación para evitar que nadie le interrumpiera.
Ese era él. Así que verlo correr por la terminal de vuelos internacionales directo a una de las salidas donde esperaban los taxis, dando grandes zancadas con sus deportivas modelo personalizado y sin llevar las eternas gafas de sol que lo protegían de los molestos flases era todo un acontecimiento.
Algo llamó su atención antes de que llegase a alcanzar la salida. Junto una de las puertas de cristal había un hombre de mediana edad con un gran ramo de flores de colores rosados y una mujer dio un gritito al descubrirlo. Se fundieron en un abrazo que hizo que las flores se espachurraran un poco y cuando se separaron los ojos de ella brillaban cargados de lágrimas de emoción.
Él no llevaba nada.
¿Cómo no se le había ocurrido? Después de la ocurrencia de comprar el billete, de ocultarlo durante esas semanas, de aguantar los comentarios primero desilusionados, luego cargados de un vago y sordo reproche en los que se hacía notar que no iba a estar el día catorce, después de soportar todo eso, llegaba con las manos vacías.
Unos chicos le dieron un empujón murmurando algo sobre los idiotas que se quedaban parados en medio de la nada.
Mierda. No llevaba nada. No había pensado en ello. Había estado trabajando sin parar, dejando listas las grabaciones, adelantando el trabajo para la siguiente semana, cerrando reuniones, todo con la máxima discreción posible, fingiendo que era una casualidad que no fuera a estar justo ese fin de semana.
Tardó unos minutos en decidir que ya no podía hacer nada, era inútil lamentarse. Lo único que estaba consiguiendo era retrasarse cada vez más. Sus planes de una cena se habían ido al traste con el retraso del avión, pero al menos llegaría para dormir en casa a su lado, aunque técnicamente ya no fuera día catorce no importaba ¿verdad?
Miró su teléfono móvil.
Las doce y veinte de la noche.
Salió de la terminal y montó en el primer taxi libre que había esperando, no quería perder más tiempo.
El conductor le miró varias veces por el espejo retrovisor, estaba claro que le había reconocido, pero no hizo ninguna pregunta y le llevó a su destino animando el trayecto con una emisora de radio deportiva.
Se encontraba cansado. Estaba deseando llegar a casa y darse una ducha, quitarse los nervios que le estaban matando desde que se había levantado a las seis de la mañana. Había fingido estar muy ocupado todo el día para no hablar por teléfono, sabía que no sería capaz de guardar el secreto más tiempo cogía una de sus llamadas así que solo se habían comunicado por mensajes. Los últimos eran fríos y cortos.
No se habían visto desde diciembre, después de pasar la Navidad juntos él había cogido un vuelo y no había regresado. Aunque hablaban por teléfono cada día y por video conferencia varias veces a la semana se echaban de menos. Desde que se conocieron no se habían separado ni una noche, así de fuerte había sido el flechazo. Estaba siendo una dura prueba para su relación y ni uno de sus amigos había apostado porque durarían separados más de un mes, ni siquiera su madre, que siempre ejercía de su abogada, había estado de su parte esta vez. Pero él era cabezota y quería demostrar a todos que esta vez iba en serio. Sobre todo quería demostrárselo a sí mismo. Iba a luchar por esta relación y este año iba a pasar rápido.
A veces sentía que se le abría el pecho al escuchar su voz triste y cansada por las noches, al ver sus ojeras, al escuchar esas mentiras que le salían tan mal, porque él sabía que no era verdad que todo iba bien y que salía a divertirse. Sus amigos le habían confirmado que los fines de semana los pasaba en casa y que había dejado el gimnasio.
De todo eso tendrían tiempo para hablar esos días, tenía que conseguir su firme promesa de que iba a cuidarse y a salir de vez en cuando. Porque aunque él se muriera de celos al pensar que cualquier idiota podía acercarse y tratar de quitarle el puesto y él no podría hacer nada, estaba claro que tenía que tragarse su amargura y su mala leche y hacer de tripas corazón. No era justo que se quedara encerrado mientras él estaba a kilómetros de distancia por voluntad propia. Podía haber elegido quedarse en España y ganar menos dinero, su madre se lo había dicho bien claro cuando él trató de defenderse diciendo que era una gran oportunidad, él había querido correr el riesgo.
Dio unos billetes al taxista y le dejó las vueltas de propina.
Antes de abrir el portal tomó aire un par de veces y ocultó la sonrisa boba que se le escapaba.
Esto era una sorpresa.
Era la primera vez en su vida que hacía algo así y estaba nervioso como un adolescente.
El portero le saludó sorprendido, pero se comportó como todo un profesional y fingió que era normal que él estuviera allí en medio de la noche.
Cogió el ascensor que le llevaba a su ático. Habían comprado esa casa hacía unos meses, justo cuando él aceptó la oferta de trabajo en Nueva York. Era su forma de expresar el compromiso firme de volver, de no perderse por esos mundos y regresar a su hogar.
Cerró los ojos un segundo y musitó su nombre solo para escucharlo. En lugar de abrir con su llave tocó el timbre y esperó paciente.
No escuchó nada.
Pasó la mano por su cabello cortado casi al cero para ocultar su incipiente calvicie y suspiró mientras volvía a pulsar con más insistencia. Entonces escuchó los pasos.
—Llego un poco tarde —soltó en cuanto la puerta estuvo abierta.
Le miró con los ojos todavía cargados de sueño. Tenía el cabello revuelto y llevaba aquel pijama de cuadros que tenía demasiado tiempo y estaba descalzo.
—Feliz San Valentín —dijo, esperando paciente a que se despertara por completo.
—Has venido —murmuró, y entonces hizo lo último que él había esperado: se echó a reír. A carcajadas sonoras y amplias.
—Te quiero —dijo cuando consiguió reprimir ese ataque mezcla de nervios, sorpresa e incredulidad; y él sintió que todo aquel esfuerzo había valido la pena y que cogería diez aviones o los que fueran necesarios para volver una y otra vez. Le quería. Su mundo era perfecto y podía por fin respirar tranquilo esa noche, porque iba a dormir junto a la única persona que había conquistado su corazón.
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