Llevaba días enteros suspendida en las pestañas, agarrándose fuerte por miedo a caer al vacío. Le habían enseñado que más allá de esos ojos tristes que custodiaban los párpados solo existía el frío.
El mundo exterior era para ella un vacío oscuro y desconocido donde no podría vivir.
Un día escuchó retumbar un tambor. Sonaba fuerte y poderoso y un temblor creciente se extendía con cada golpe.
Se sujetó con brazos y piernas a la pestaña que era su casa.
Hubo un grito, sordo y roto, que parecía querer arrastrar todo el mar que habitaba en los ojos.
«¡Cuidado! ¡El corazón!», escuchó que decían.
Tras ella, una inmensa ola se elevó y amenazó con arrastrarla.
Tuvo miedo.
En ese momento el sonido cesó. El grito terminó en el mismo instante que se detuvo el estruendo.
La pequeña lágrima, asustada, sintió que las fuerzas le flaqueaban.
Los párpados se batieron orgullosos y molestos por las diminutas gotas que se habían agolpado junto a ella. No estaba sola. Quiso saludar a sus compañeras y presentarse. Fue un terrible error.
Aquel tambor lejano dio su último golpe y todo a su alrededor tembló.
No pudo evitar resbalar.
Asustada, miró a sus pies y rodó por la mejilla, exhausta.
¿Cuál sería su destino?
¿Acaso los océanos están hechos de las lágrimas derramadas?
Photo by Sharon McCutcheon on Unsplash
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