Seguramente leamos dentro de muchos años hablar sobre la gran crisis del Coronavirus y no entendamos a qué vino tanto jaleo. Pero en estos momentos la verdad es que siento miedo.
La incertidumbre me mata por dentro, hace que mi corazón lata demasiado rápido, los médicos lo llaman ansiedad.
Es el miedo primigenio, el que no esperábamos sentir los que vivimos en este pedazo del mundo llamado Europa. Porque aquí hay democracia, sanidad, hay un montón de cosas.
Hemos descubierto de golpe que no somos diferentes a esos chicos que se juegan la vida cada día en un mercado en África, que los virus no distinguen color, raza ni economía.
Sería muy estúpido por mi parte pensar que soy igual a esos muchachos porque en mi encierro, en mi gran catástrofe, tengo agua corriente y comida y estoy con mis hijos.
No, no soy igual, incluso en este peligro soy una afortunada.
Pero siento, como ellos, el mordisco del miedo.
Miedo por mis hijos, por mis seres queridos, miedo porque el precipicio es oscuro y no veo el final.
Saldremos de esto, lo sé, y espero que el mundo sea mejor.
Espero que esto me haga mejor persona.
La historia ha venido a darnos una bofetada y recordarnos que todos estamos hechos de carne y hueso.
Os quiero.
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